Jesús

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jueves, 7 de enero de 2016


La Tecnología y la educación:
 

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computadora-y-ordenador-imagen-animada-0019computadora-y-ordenador-imagen-animada-0192la tecnología permiten ofrecer un proceso mediante el cual se pueden, cambiar, manipular, y controlar un ambiente de aprendizaje. Por lo que es muy interesante saber que las finalidades pedagógicas y las situaciones de aprendizaje, son excelentes con la tecnología.


La tecnología, aplicada a la educación, es un conjunto de teorías y de técnicas que permiten ofrecer un proceso mediante el cual se pueden operar herramientas, cambiar, manipular, y controlar un ambiente de aprendizaje. Por lo que es muy interesante saber que las finalidades pedagógicas y las situaciones de aprendizaje, son excelentes con la tecnología.
 La Tecnología y su Proceso: La tecnología al igual que la humanidad ha pasado por diferentes revoluciones tecnológicas que agrandes rasgos han ido desde la agrícola y artesanal, a la industria, pos industrial y de la información o el conocimiento, que es en la que nos encontramos en la actualidad
Como podemos definir la sociedad de la información: La paternidad de la mención de sociedad de la información se atribuye a los trabajos realizados durante la década de los setenta por el estadounidense Daniel Bell como por el francés Alain Touraine, aunque también es cierto que prefirieron utilizar denominación sociedad post industrial

 
 
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domingo, 3 de enero de 2016

EL NOVENO MANDAMIENTO

«No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo» (Ex 20, 17).
«El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28).
 
 San Juan distingue tres especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (cf 1 Jn 2, 16 [Vulgata]). Siguiendo la tradición catequética católica, el noveno mandamiento prohíbe la concupiscencia de la carne; el décimo prohíbe la codicia del bien ajeno.
 
 
“Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 28).
 
El noveno mandamiento pone en guardia contra el desorden o concupiscencia de la carne.
 
La lucha contra la concupiscencia de la carne pasa por la purificación del corazón y por la práctica de la templanza
 
La pureza del corazón nos alcanzará el ver a Dios: nos da desde ahora la capacidad de ver según Dios todas las cosas.
 
La purificación del corazón es imposible sin la oración, la práctica de la castidad y la pureza de intención y de mirada.
 
La pureza del corazón requiere el pudor, que es paciencia, modestia y discreción. El pudor preserva la intimidad de la persona.
 
 
EL DÉCIMO MANDAMIENTO
«No codiciarás [...] nada que [...] sea de tu prójimo» (Ex 20, 17).
 
El décimo mandamiento desdobla y completa el noveno, que versa sobre la concupiscencia de la carne. Prohíbe la codicia del bien ajeno, raíz del robo, de la rapiña y del fraude, prohibidos por el séptimo mandamiento. La “concupiscencia de los ojos” (cf 1 Jn 2, 16) lleva a la violencia y la injusticia prohibidas por el quinto precepto (cf Mi 2, 2). La codicia tiene su origen, como la fornicación, en la idolatría condenada en las tres primeras prescripciones de la ley (cf Sb 14, 12). El décimo mandamiento se refiere a la intención del corazón; resume, con el noveno, todos los preceptos de la Ley.
 
 
El desorden de la concupiscencia
2535 El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece o es debido a otra persona.
 
El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:
 
«Cuando la Ley nos dice: No codiciarás, nos dice, en otros términos, que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed codiciosa de los bienes del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: El ojo del avaro no se satisface con su suerte (Qo 14, 9)» (Catecismo Romano, 3, 10, 13).
 
No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo siempre que sea por medios justos. La catequesis tradicional señala con realismo “quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas” y a los que, por tanto, es preciso “exhortar más a observar este precepto”
 
«Hay [...] comerciantes [...] que desean la escasez y la carestía de las mercancías, y no soportan que otros, además de ellos, compren y vendan, porque ellos podrían comprar más barato y vender más caro; también pecan aquellos que desean que sus semejantes estén en la miseria para ellos enriquecerse comprando y vendiendo [...]. También hay médicos que desean que haya enfermos; y abogados que anhelan causas y procesos numerosos y sustanciosos...» (Catecismo Romano, 3, 10, 23).
 
El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico que, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la oveja (cf 2 S 12, 1-4). La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4, 3-7; 1 R 21, 1-29). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2, 24)
 
«Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros [...] Si todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? [...] Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo [...] Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos como lo harían las fieras» (San Juan Crisóstomo, In epistulam II ad Corinthios, homilía 27, 3-4).
 
La envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal:
 
San Agustín veía en la envidia el “pecado diabólico por excelencia” (De disciplina christiana, 7, 7). “De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (San Gregorio Magno, Moralia in Job, 31, 45).
 
La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad
«¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado —se dirá— porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros» (San Juan Crisóstomo, In epistulam ad Romanos, homilía 7, 5). 
 
La economía de la Ley y de la Gracia aparta el corazón de los hombres de la codicia y de la envidia: lo inicia en el deseo del Supremo Bien; lo instruye en los deseos del Espíritu Santo, que sacia el corazón del hombre.
El Dios de las promesas puso desde el comienzo al hombre en guardia contra la seducción de lo que, desde entonces, aparece como “bueno [...] para comer, apetecible a la vista y excelente [...] para lograr sabiduría” (Gn 3, 6).
 
La Ley confiada a Israel nunca fue suficiente para justificar a los que le estaban sometidos; incluso vino a ser instrumento de la “concupiscencia” (cf Rm 7, 7). La inadecuación entre el querer y el hacer (cf Rm 7, 10) manifiesta el conflicto entre la “ley de Dios”, que es la “ley de la razón”, y la otra ley que “me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros” (Rm 7, 23).
 
“Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen” (Rm 3, 21-22). Por eso, los fieles de Cristo “han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias” (Ga 5, 24); “son guiados por el Espíritu” (Rm 8, 14) y siguen los deseos del Espíritu (cf Rm 8, 27).
 
Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les propone “renunciar a todos sus bienes” (Lc 14, 33) por Él y por el Evangelio (cf Mc 8, 35). Poco antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir (cf Lc 21, 4). El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.
“Todos los cristianos han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto” (LG 42).
“Bienaventurados los pobres en el espíritu” (Mt 5, 3). Las bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los pobres, a quienes pertenece ya el Reino (Lc 6, 20)
 
«El Verbo llama “pobreza en el Espíritu” a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia; el apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: “Se hizo pobre por nosotros” (2 Co 8, 9)» (San Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, oratio 1).
 
El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes (cf Lc 6, 24). “El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los cielos” (San Agustín, De sermone Domini in monte, 1, 1, 3). El abandono en la providencia del Padre del cielo libera de la inquietud por el mañana (cf Mt 6, 25-34). La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.
 
El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los bienes de este mundo, y tendrá su plenitud en la visión y la bienaventuranza de Dios. “La promesa [de ver a Dios] supera toda felicidad [...] En la Escritura, ver es poseer [...]. El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir” (San Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, oratio 6).
 
Corresponde, por tanto, al pueblo santo luchar, con la gracia de lo alto, para obtener los bienes que Dios promete. Para poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos mortifican sus concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer y del poder.
En este camino hacia la perfección, el Espíritu y la Esposa llaman a quien les escucha (cf Ap 22, 17) a la comunión perfecta con Dios:
 
«Allí se dará la gloria verdadera; nadie será alabado allí por error o por adulación; los verdaderos honores no serán ni negados a quienes los merecen ni concedidos a los indignos; por otra parte, allí nadie indigno pretenderá honores, pues allí sólo serán admitidos los dignos. Allí reinará la verdadera paz, donde nadie experimentará oposición ni de sí mismo ni de otros. La recompensa de la virtud será Dios mismo, que ha dado la virtud y se prometió a ella como la recompensa mejor y más grande que puede existir [...]: “Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Lv 26, 12) [...] Este es también el sentido de las palabras del apóstol: “para que Dios sea todo en todos” (1 Co 15, 28). El será el fin de nuestros deseos, a quien contemplaremos sin fin, amaremos sin saciedad, alabaremos sin cansancio. Y este don, este amor, esta ocupación serán ciertamente, como la vida eterna, comunes a todos» (San Agustín, De civitate Dei, 22,30).
 
"Donde [...] está tu tesoro allí estará tu corazón" (Mt 6,21).
El décimo mandamiento prohíbe el deseo desordenado, nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y del poder.
La envidia es la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de apropiárselo. Es un pecado capital.
El bautizado combate la envidia mediante la caridad, la humildad y el abandono en la providencia de Dios.
Los fieles cristianos "han crucificado la carne con sus pasiones y sus concupiscencias" (Ga 5,24); son guiados por el Espíritu y siguen sus deseos.
El desprendimiento de las riquezas es necesario para entrar en el Reino de los cielos."Bienaventurados los pobres de corazón" (Mt 5, 3).
El hombre que anhela dice: "Quiero ver a Dios". La sed de Dios es saciada por el agua de la vida (cf Jn 4,14).
 
 
SÉPTIMO MANDAMIENTO
NO ROBARAS (Mt 19, 18).

El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes. Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres. Con miras al bien común exige el respeto del destino universal de los bienes y del derecho de propiedad privada. La vida cristiana se esfuerza por ordenar a Dios y a la caridad fraterna los bienes de este mundo.
 
“No robarás” (Dt 5, 19). “Ni los ladrones, ni los avaros [...], ni los rapaces heredarán el Reino de Dios” (1Co 6, 10).
El séptimo mandamiento prescribe la práctica de la justicia y de la caridad en el uso de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres.
 
Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. El derecho a la propiedad privada no anula el destino universal de los bienes.
 
El séptimo mandamiento prohíbe el robo. El robo es la usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño.
 
Toda manera de tomar y de usar injustamente un bien ajeno es contraria al séptimo mandamiento. La injusticia cometida exige reparación. La justicia conmutativa impone la restitución del bien robado.
 
La ley moral prohíbe los actos que, con fines mercantiles o totalitarios, llevan a esclavizar a los seres humanos, a comprarlos, venderlos y cambiarlos como si fueran mercaderías.
 
El dominio, concedido por el Creador, sobre los recursos minerales, vegetales y animales del universo, no puede ser separado del respeto de las obligaciones morales frente a todos los hombres, incluidos los de las generaciones venideras.
 
Los animales están confiados a la administración del hombre que les debe benevolencia. Pueden servir a la justa satisfacción de las necesidades del hombre.
 
La Iglesia pronuncia un juicio en materia económica y social cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas. Cuida del bien común temporal de los hombres en razón de su ordenación al supremo Bien, nuestro fin último.
 
El hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económica y social. El punto decisivo de la cuestión social estriba en que los bienes creados por Dios para todos lleguen de hecho a todos, según la justicia y con la ayuda de la caridad.
 
El valor primordial del trabajo atañe al hombre mismo que es su autor y su destinatario. Mediante su trabajo, el hombre participa en la obra de la creación. Unido a Cristo, el trabajo puede ser redentor.
 
El desarrollo verdadero es el del hombre en su integridad. Se trata de hacer crecer la capacidad de cada persona a fin de responder a su vocación y, por lo tanto, a la llamada de Dios (cf CA 29).
 
La limosna hecha a los pobres es un testimonio de caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios.
 
¿Cómo no reconocer a Lázaro, el mendigo hambriento de la parábola, en la multitud de seres humanos sin pan, sin techo, sin patria? (cf Lc 16, 19-31). ¿Cómo no escuchar a Jesús que dice: “A mi no me lo hicisteis?” (Mt 25, 45).
 
 
 
 
EL OCTAVO MANDAMIENTO
NO DARÁS TESTIMONIO FALSO CONTRA TU PRÓJIMO.  (Ex 20, 16).
 
El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y que quiere la verdad. Las ofensas a la verdad expresan, mediante palabras o acciones, un rechazo a comprometerse con la rectitud moral: son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza.
 
“No darás falso testimonio contra tu prójimo” (Ex 20, 16). Los discípulos de Cristo se han “revestido del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4, 24).
 
La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos y en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.
 
El cristiano no debe “avergonzarse de dar testimonio del Señor” (2 Tm 1, 8) en obras y palabras. El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe.
 
El respeto de la reputación y del honor de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra de maledicencia o de calumnia.
 
La mentira consiste en decir algo falso con intención de engañar al prójimo.
 
Una falta cometida contra la verdad exige reparación.
 
La regla de oro ayuda a discernir en las situaciones concretas si conviene o no revelar la verdad a quien la pide.
 
“El sigilo sacramental es inviolable” (CIC can. 983, § 1). Los secretos profesionales deben ser guardados. Las confidencias perjudiciales a otros no deben ser divulgadas.
 
La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la libertad, la justicia. Es preciso imponerse moderación y disciplina en el uso de los medios de comunicación social.
 
Las bellas artes, sobre todo el arte sacro, “están relacionadas, por su naturaleza, con la infinita belleza divina, que se intenta expresar, de algún modo, en las obras humanas. Y tanto más se consagran a Dios y contribuyen a su alabanza y a su gloria, cuanto más lejos están de todo propósito que no sea colaborar lo más posible con sus obras a dirigir las almas de los hombres piadosamente hacia Dios” (SC 122).
 
 
 
 
 
 
 
 
QUINTO MANDAMIENTO:
NO MATARAS (Ex 20, 13).
 
«Habéis oído que se dijo a los antepasados: “No matarás”; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal» (Mt 5, 21-22). 
  “La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae,  intr. 5).

“Dios tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre” (Jb 12, 10).
Toda vida humana, desde el momento de la concepción hasta la muerte, es sagrada, pues la persona humana ha sido amada por sí misma a imagen y semejanza del Dios vivo y santo.
 
Causar la muerte a un ser humano es gravemente contrario a la dignidad de la persona y a la santidad del Creador.
 
 La prohibición de causar la muerte no suprime el derecho de impedir que un injusto agresor cause daño. La legítima defensa es un deber grave para quien es responsable de la vida de otro o del bien común.
 
Desde su concepción, el niño tiene el derecho a la vida. El aborto directo, es decir, buscado como un fin o como un medio, es una práctica infame (cf GS 27), gravemente contraria a la ley moral. La Iglesia sanciona con pena canónica de excomunión este delito contra la vida humana.
 
Porque ha de ser tratado como una persona desde su concepción, el embrión debe ser defendido en su integridad, atendido y cuidado médicamente como cualquier otro ser humano.
 
La eutanasia voluntaria, cualesquiera que sean sus formas y sus motivos, constituye un homicidio. Es gravemente contraria a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador.
 
El suicidio es gravemente contrario a la justicia, a la esperanza y a la caridad. Está prohibido por el quinto mandamiento.
 
El escándalo constituye una falta grave cuando por acción u omisión se induce deliberadamente a otro a pecar.
 
A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, debemos hacer todo lo que es razonablemente posible para evitarla. La Iglesia implora así: “del hambre, de la peste y de la guerra, líbranos Señor”.
 
La Iglesia y la razón humana afirman la validez permanente de la ley moral durante los conflictos armados. Las prácticas deliberadamente contrarias al derecho de gentes y a sus principios universales son crímenes.
 
“La carrera de armamentos es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable” (GS 81).
 
“Bienaventurados los que construyen la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9).
 
SEXTO MANDAMIENTO
«NO COMETERÁS ADULTERIO» (Ex 20, 14; Dt 5, 17).   
 
«Habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). 
 
“El amor es la vocación fundamental e innata de todo ser humano” (FC 11).
Al crear al ser humano hombre y mujer, Dios confiere la dignidad personal de manera idéntica a uno y a otra. A cada uno, hombre y mujer, corresponde reconocer y aceptar su identidad sexual.
 
 Cristo es el modelo de la castidad. Todo bautizado es llamado a llevar una vida casta, cada uno según su estado de vida.
 La castidad significa la integración de la sexualidad en la persona. Entraña el aprendizaje del dominio personal.
 Entre los pecados gravemente contrarios a la castidad se deben citar la masturbación, la fornicación, las actividades pornográficas y las prácticas homosexuales.
La alianza que los esposos contraen libremente implica un amor fiel. Les confiere la obligación de guardar indisoluble su matrimonio.
La fecundidad es un bien, un don, un fin del matrimonio. Dando la vida, los esposos participan de la paternidad de Dios.
 La regulación de la natalidad representa uno de los aspectos de la paternidad y la maternidad responsables. La legitimidad de las intenciones de los esposos no justifica el recurso a medios moralmente reprobables (p.e., la esterilización directa o la anticoncepción).
El adulterio y el divorcio, la poligamia y la unión libre son ofensas graves a la dignidad del matrimonio.
 
 
 
 
 
 
 
 
 

sábado, 19 de diciembre de 2015

CUARTO MANDAMIENTO 
HONRARAS A TU PADRE Y A TU MADRE

 El Señor Jesús recordó también la fuerza de este “mandamiento de Dios” (Mc 7, 8 -13). El apóstol enseña: “Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre, tal es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa: para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra» (Ef 6, 1-3; cf Dt 5 16).

 “Honra a tu padre y a tu madre” (Dt 5,16 ; Mc 7,10).

 De conformidad con el cuarto mandamiento, Dios quiere que, después que a Él, honremos a nuestros padres y a los que Él reviste de autoridad para nuestro bien.

La comunidad conyugal está establecida sobre la alianza y el consentimiento de los esposos. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los cónyuges, a la procreación y a la educación de los hijos.

“La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (GS 47, 1).

Los hijos deben a sus padres respeto, gratitud, justa obediencia y ayuda. El respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar.

 Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos en la fe, en la oración y en todas las virtudes. Tienen el deber de atender, en la medida de lo posible, las necesidades materiales y espirituales de sus hijos.

 Los padres deben respetar y favorecer la vocación de sus hijos. Han de recordar y enseñar que la vocación primera del cristiano es la de seguir a Jesús.

 La autoridad pública está obligada a respetar los derechos fundamentales de la persona humana y las condiciones del ejercicio de su libertad.

 El deber de los ciudadanos es cooperar con las autoridades civiles en la construcción de la sociedad en un espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad.”

El ciudadano está obligado en conciencia a no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando son contrarias a las exigencias del orden moral. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29).

Toda sociedad refiere sus juicios y su conducta a una visión del hombre y de su destino. Si se prescinde de la luz del Evangelio sobre Dios y sobre el hombre, las sociedades se hacen fácilmente «totalitarias». 

TERCER MANDAMIENTO
SANTIFICAR LAS FIESTAS.


«Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para el Señor, tu Dios. No harás ningún trabajo» (Ex 20, 8-10; cf Dt 5, 12-15).
«El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. De suerte que el Hijo del hombre también es Señor del sábado» (Mc 2, 27-28). 

Guardarás el día del sábado para santificarlo” (Dt 5, 12). “El día séptimo será día de descanso completo, consagrado al Señor” (Ex 31, 15).
2190. El sábado, que representaba la coronación de la primera creación, es sustituido por el domingo que recuerda la nueva creación, inaugurada por la resurrección de Cristo.

La Iglesia celebra el día de la Resurrección de Cristo el octavo día, que es llamado con toda razón día del Señor, o domingo (cf SC 106.

“El domingo ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto” (CIC 1246, § 1). “El domingo y las demás fiestas de precepto, los fieles tienen obligación de participar en la misa(CIC can. 1247).

 “El domingo y las demás fiestas de precepto [...] los fieles se abstendrán de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo“ (CIC can. 1247).

 La institución del domingo contribuye a que todos disfruten de un “reposo y ocio suficientes para cultivar la vida familiar, cultural, social y religiosa” (GS 67, 3).

 Todo cristiano debe evitar imponer, sin necesidad, a otro impedimentos para guardar el día del Señor.